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La mesa del café quedó solitaria, vacía y rota, como sus vidas. Una decisión y, su mundo se resquebrajó haciéndose añicos. Nadie se dio cuenta de ellos. Permanecían en silencio sentados uno frente al otro. El cenicero estaba lleno de colillas depositadas con manos temblorosas una tras otra.  Sus ojos esquivaban la mirada del otro. El periódico quedó tirado sobre la mesa, con las puntas desdobladas en la parte inferior. En la calle la vida seguía como siempre, como si nada de todo aquello hubiese ocurrido. Se miraron por última vez, ya estaba todo dicho; después de aquello, él se alejó para siempre y, salió de su vida. Las personas caminaban frente a ella impasibles, la vida seguía su curso. Las risas llegaban lejanas, fruto del eco de las voces de la gente. Él hacía un rato que se había marchado, y ella, sin embargo, permaneció sentada en el pequeño café. Intentaba asimilar lo ocurrido. Fuera comenzó a llover. La ciudad oscurecía por momentos, y la débil luz de aquella tarde languidecía. Las luces de las farolas que tenía frente a ella comenzaron a dar vida a la plaza. Miraba al trasluz como la fina lluvia caía sobre el suelo empedrado. Cuando salió al exterior, el olor a tierra del jardín y el paso acelerado de la gente, la devolvieron a la realidad. Se abrochó bien el abrigo, abrió su paraguas rojo y, comenzó a caminar de regreso a casa. Nada era igual que antes, que la primera vez que se sentaron en la mesa de aquel café. Esta vez… fue la última que se sentaron en aquel pequeño rincón. Esta vez…regresaba sola a casa.

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